jueves, 21 de octubre de 2010

CULEBRAS (Relato infantil)

-¿Por qué?
- No sé, supongo que en su momento lo escribí para que se leyese. Bueno, tambien le tengo cariño.

Culebras.

Durante los veranos que pasé en el pueblo junto a mis cuatro inseparables amigos solíamos jugar con las cosas más tontas y absurdas que puedas imaginar, pero para nosotros, unos niños absolutamente hambrientos de diversión, eran los juegos más entretenidos y emocionantes que podrían decorar las calurosas tardes de aquel verano.
Habitualmente jugábamos entre los juncos de “la charca las ranas”. Allí era donde decidimos instalar nuestra fortaleza, ajena a las miradas protectoras de nuestras madres. La charca se encontraba a dos kilómetros del pueblo y unas veloces carreras en bici era lo único que nos separaban de nuestras progenitoras que inocentes e incrédulas disfrutaban de sus tintos de verano y de sus partidas de mus pensando que jugábamos en el chalet de Javi, al cuidado de sus padres.
La basura putrefacta y las chatarras era lo único que rodeaba esta charca fantástica en la que las pequeñas ranas verdes saltaban de un nenúfar a otro y las gigantes libélulas multicolores nos asombraban con sus calculados movimientos. Nosotros nos dedicábamos a cazarlas y a encarcelarlas en pequeños frascos agujereados que encontrábamos entre la basura y transformábamos artesanalmente en cárceles de máxima seguridad para unas inocentes criaturas verdes que capturábamos con el único fin de hacerlo. Allí, en lo más alto de la charca, la gente aparcaba sus coches y con la ayuda de un cubo con agua jabonosa y una bayeta limpiaban hasta dejar relucientes sus flamantes carruajes. Ninguno de ellos respetaba aquel lugar, la naturaleza o a los animalitos que saltaban felices por entre los juncos. Allí limpiaban los coches, merendaban felices con la familia al completo y luego esparcían todas sus porquerías por la zona, por nuestra segunda casa. Deseábamos hacerles tragar toda su basura pero la diferencia de fuerza y años nos persuadía de hacerlo. Nosotros nos limitábamos a rebuscar entre la basurilla con la esperanza de encontrar algún tesoro perdido, un frasco o simplemente algo para lanzar. En aquella lejana época nos conformábamos con más bien poco.
Aquel día el sol comenzaba a partir piedras y los escupitajos se evaporaban antes de llegar al suelo. Nos quitamos las camisetas y nos empapamos con el agua fría de las botellas. Al rato el agua se acabó y para escapar de ese calor que nos cubría de pies a cabeza nos metimos de lleno en la charca sucia y maloliente. Éramos niños, el estado del agua no nos importaba demasiado, lo bueno y lo malo lo estipulaban nuestras madres en aquel entonces pero ellas no estaban por allí para reprocharnos nada. En aquella charca éramos tan fuertes como un tifón, la prohibición no se olía por allí, aunque sí el pútrido olor de algún pañal marrón. Alejados de los adultos y de una sociedad opresiva con los niños, éramos tan libres como la lluvia.
Rober aquel día cogió a hurtadillas del taller de su padre una caña de pescar tan larga como una pértiga. Pusimos sedal y clavamos un trozo de calamar reseco en el oxidado anzuelo. Pretendíamos capturar algún sabroso pescado para después cocinar con la única ayuda del sol. No puedo comprender como esas ideas tan disparatadas podían parecer buenas en aquellos momentos, lo único que podríamos sacar de aquella charca verde era alguna culebra o una lata de lubricante pero... ¿alguien entiende a los niños?
Rober alzó la caña con fuerza, que pesaba tanto como él, y la lanzó contra el agua, la caña voló y voló por encima de los juncos y calló justo entre ellos. Sin duda la caña debería estar firmemente sujeta en la mano de Rober y el anzuelo en la charca esperando ser engullido por alguna crédula criatura. Misteriosamente las dos partes de la caña se encontraban bajo el agua y Rober esperaba en la orilla, expectante. El muy iluso pensaba que la pesca consistía en eso: tirar la caña contra el agua como en una competición de lanzamiento de pértiga y así golpear a algún pez distraído con sus cosas que inconsciente y derrotado saltaría a sus pies dispuesto a ser introducido en un bote suficientemente grande. Que sé yo, el caso es que la caña de pescar de su padre estaba en las aguas de la charca y nosotros fuera, a salvo de sus culebras acuáticas. La caña debía ser recuperada, el padre de éste desgraciado podría, furioso por la perdida de su valioso instrumento de pesca, castigarle todo el verano y eso era algo que nos incluía en el lote, lo quisiéramos o no.
Javi echó valor y se quitó la ropa ante los ojos expectantes de miles de pequeñas ranas que tendrían ahora su ansiada oportunidad de venganza. Se introdujo en el agua y nadó despacio y temeroso hacia los juncos. Allí en el centro de la charca se erguía majestuoso un autentico bosque acuático. Juncos alargados de más de dos metros, libélulas multicolores, gigantescas ranas en plena mutación. Realmente nuestro amigo fue muy valiente al decidir hacerlo, meterse desnudo en ese inhóspito bosquecillo era tarea de un autentico héroe. Yo hubiese preferido, la bronca y el merecido castigo de mi padre antes de meter mis desnudas piernecillas en esas espesas aguas estancadas. Javi podría morir ahogado, mordido, estrangulado, envenenado ,desangrado e incluso tiroteado y nosotros ni si quiera podríamos verlo. Se encontraba totalmente indefenso dentro de esos juncos y a merced de las criaturas de la charca. Nosotros esperábamos en la orilla, temblorosos, miedicas y con la angustiosa sensación de haber dejado a nuestro amigo meterse dentro del pequeño amazonas.
De pronto, mientras observaba como flotaba un trozo de pan siendo volteado por miles de pequeños pececillos transparentes, oímos un estremecedor grito. Era Javi, a lo lejos, entre los juncos gritaba con el alma en la garganta.
¡Chicos, he encontrado algo!. La caña también la he encontrado, pero esto que tengo aquí es mucho mejor.
Su voz parecía calmada y su grito se transformó en una frase intrigante que nos dejó pensativos frente al trozo de pan giratorio y lleno de vida.
Me senté sobre una piedra redonda y pulida mientras mis amigos lanzaban piedras contra las ranas más gordas pero no por ello menos ágiles. Estos animales son capaces de quedarse quietos como una lapida hasta que tienen la piedra a tres centímetros de sus inexistentes cejas, luego con un movimiento tranquilo, controlado y veloz la esquivan como si nada. En realidad hay animales incluso en una maloliente charca de pueblo mucho más evolucionados que el hombre o pr lo menos que muchos que conozco.
Los juncos se tambaleaban casi hasta tocar el agua con la punta, luego, al llegar a su punto máximo retrocedían y se balanceaban hacía el otro lado, cada vez con menos insistencia hasta colocarse perpendiculares a las aguas. Ese asombroso movimiento de los juncos demostraba perfectamente que la ley de la elasticidad no es un mito, pero lo que más nos intrigaba al ver ese balanceo de las pértigas acuáticas era lo que habría encontrado nuestro amigo entre esas aguas. Apareció junto al movimiento ondulatorio del liquido elemento y de la naturaleza viva del lugar. Tras él algo flotaba, algo grande y desconocido. Lo arrastraba tras de sí mientras nadaba hacia la orilla impulsándose con su otra mano. Me levanté de la cómoda piedra y traté de averiguar que era lo que Javi había descubierto en esas agua.
Javi nadaba dificultosamente hacia nosotros. El peso de lo que transportaba se lo impedía constantemente. Parecía una cazadora, un colchón o algo parecido. Lo llevaba junto a él pero medio metro sumergido bajo el agua, no podíamos reconocer que era aquello hasta que llegó a la orilla y lo emergió enteramente sobre la tierra.
Era un hombre, más bien el cadáver de un hombre muerto hace días, quizá semanas.
-Qué guay, como mola. Es un hombre para nosotros solos.
-¿Cómo le llamaremos?¿Nos lo podremos quedar?
-Si no se lo decimos a nadie...
-Como se enteren los del pueblo no lo quitarán.
-Que no salga de aquí, ¿entendido?
-Yo lo he encontrado, me pido jefe.
-Joder, siempre tu, ¿porqué no yo?
-Javi se ha metido hay dentro, haberlo hecho tu.
-Vale, Javi jefe. Te muestro mis respetos jefe.
-Te los muestro, jefe.
-Yo también te los muestro, jefe Javi.
-Te muestro mis pelotas, jefe. - y las sacó de su escondite.
-Ja, ja, ja,
-Ja, ja, ja. En serio yo también te muestro mis respetos jefe.
Todos contentos, riendo y bromeando a salvo en la orilla y sobre ella un cadáver putrefacto. Vacilábamos entre nosotros de juguete nuevo. Las ilimitadas barbaridades que podríamos hacer con aquel hombre aparecían en nuestra mente más veloces que nuestra lengua en pronunciarlas. El hombre estaba muerto, estaba claro y lo primero en esos momentos fue descubrir el motivo de su muerte. El primero de los juegos fue investigación policial. Yo era Mudler y Javi Sculi, Rober Sherlock, José Holmes y Martín era Robocop, él siempre elegía Robocop. Sacaba su pistola y andando como una marioneta escocida nos apuntaba con el arma. Tras un rato husmeando por su cuerpo pudimos observar como dos agujeros atravesaban el pecho del cadáver y salían por la espalda. Había sido asesinado de dos disparos en el pecho. Habíamos descubierto uno de los más misteriosos asesinatos del siglo y ya resuelto el crimen solo quedaba tratar de aprovechar a ese hombre al máximo. Era nuestro juguete, un hombre de carne y hueso solo para nosotros. Podríamos hacer con él lo que quisiéramos y era eso precisamente lo que decidimos hacer con él.
El cadáver, ahora desnudo sobre un colchón amarillento, tenía un aspecto de lo más desagradable. Su piel agrietada y dura era de un azul verdoso, la charca debió traspasar su color al cadáver que poco a poco se descomponía bajo sus aguas. Los ojos no estaban en su sitio, en su lugar unas cuencas cavernosas en las que se podía introducir prácticamente el dedo gordo entero, cosa que demostró Holmes. Los labios eran azules y estaban incompletos, pequeños mordiscos se alineaban a lo largo. En su boca no tenía más que dos dientes pero el pelo seguía sobre su cabeza, despeinado y sucio como las ratas pero seguía allí. Todo su cuerpo estaba cubierto por unas pequeñas larvas blancas que comían de él y anidaban en su interior. El olor a muerte y a putrefacción era algo indescriptible, aún recuerdo ese olor introduciéndose en mi cerebro y produciéndome las más repugnantes arcadas que jamás he sentido. Aún así era una persona, muerta eso sí, pero no le discriminábamos por esa insignificante cuestión. Jugábamos con él como si fuera uno más de la pandilla. Bueno, quizás no como uno de nosotros.
Pasamos horas divertidísimas jugando con nuestro nuevo amigo azul. Le colocamos las orejas, que previamente serramos, en las cuencas de los ojos y lanzábamos piedras tratando de darle en la cabeza y hacer así que saltasen hacia el frente. Le pegábamos autenticas palizas pensando que aquel maloliente cadáver era el cura del pueblo, el padre jacinto. Él nos obligaba a ir los domingos a misa y nos persuadía de cantar en el coro junto a los cursis del pueblo. Le odiábamos con todo el alma, un alma impura según sus propias palabras. Allí, en ese momento nuestras mentes jugaban a imaginar y lo que imaginábamos nos encantaba, el padre recibía una enorme paliza por parte de cinco niños de 14 años. Saltamos sobre él con tanta fuerza que el agua de sus pulmones salía disparada por los agujeros de su pecho como si se tratara de un géiser. En el cuarto de los saltos, el mío, por cierto el más alto y destructivo, hizo salir a una pequeña culebra de su guarida pulmonar. Asomó la cabecita por uno de los diminutos agujeros y Rafa la agarró del cuello con un movimiento tan rápido como el disparo que la proporciono su escondite. Desde ese momento decidimos llamar a nuestro desconocido amigo ”el culebra”. No fue ocurrencia mía, pero he de reconocer que fue un mote muy adecuado.
Seguimos jugando y jugando y el sol poco a poco se ocultaba bajo el inmenso horizonte. Las copas de los árboles dejaban de hacer sombra sobre nuestras cabezas y suave y paulatinamente la oscuridad se apoderaba de todo el paraje. Debíamos marcharnos al pueblo, las madres podrían preocuparse por nuestra ausencia pero, cómo íbamos a dejar allí solo e indefenso al culebra. No podríamos ser tan egoístas con él. Nos había hecho reír durante horas y la idea de que alguien descubriese a nuestro juguete favorito nos revolvía el estomago. ¿Que podríamos hacer con él? No podíamos dejarlo allí, cualquiera al igual que nosotros lo podría encontrar y arrebatárnoslo. El cadáver en proceso de putrefacción tenía el peor aspecto de toda su vida, después de una larga jornada aguantando cada uno de nuestros juegos su rostro había cambiado, las rajas y agujeros decoraban todo su cuerpo. Con él se podía jugar al juego de la rana perfectamente, con tantos agujeros ya no se sabía cuales eran los de las balas.
Un cadáver en su punto cumbre de repugnancia, olorosa y estética, y frente a él cinco inocentes niños rebanándose los sesos tratando de encontrar una solución a un gran problema: ¿Qué hacer con él? De pronto, como una revelación divina, apareció en mi mente la respuesta a nuestro dilema.
- ya lo tengo chicos.
- Cuenta, cuenta.
- Si eso, cuenta, cuenta.
- Bueno allá voy. Lo que debemos hacer para que no nos lo quite nadie es llevarlo con nosotros.
- Sí, con lo que pesa.
- No, hombre. Nos lo llevaremos por partes, uno la cabeza y el tronco y los demás las piernas y los brazos. Lo llevaremos en la mochila a casa y mañana traemos cada uno nuestro trozo y los juntamos.
- Vale, me pido la cabeza
- Yo una pierna.
- Sí, ya. ¿Y como lo cortamos?
Mi idea pareció gustar, a pesar de lo extremadamente descabellada y desagradable que me resulta ahora, mas decidimos llevarla a cabo. La pregunta de Javi fue rápidamente contestada por Rafa y así nuestro plan adoptó la forma perfecta.
- mi padre tiene herramientas en el garaje, si cojo la bici de Javi en 8 minutos estoy de vuelta.
- ¿y porqué no coges tu bici? No te jode.
- Venga Javi, déjasela. La tuya es la mejor.
- Vale, pero no hagas derrapes que tengo las ruedas gastadas.
Tras unos minutos de espera mientras nuestro amigo viajaba a toda velocidad por el bosquecillo que nos separaba del pueblo empezamos con el reparto. Javi eligió la cabeza y lo demás lo sorteamos. Al culebra todo le parecía bien, nunca se quejaba y siempre aceptaba cualquier proposición. Si ese hombre hubiese sabido que unos chavales descuartizarían su cadáver por simple diversión estoy seguro que hubiese intentado, con todos los medios posibles, morir en cualquier otro lugar, alejado de los endemoniados niños.
Llegó Javi con un hacha y dos sierras enormes y oxidadas y con unos dientes tan afilados como los del mismísimo demonio. Yo cogí una de ellas y comencé a serrar el brazo de aquel hombre. La dificultad de descuartizar el cuerpo era tan grande como la dureza de sus huesos, la piel era blanda como mantequilla para una sierra como aquella, sin embargo los huesos realmente costaba serrarlos. Con el hacha no hubo ningún problema, en doce hachazos dejamos al culebra como un puzzle para bebes. Qué gracioso fue juntarlos a nuestro antojo; los brazos en el lugar de las piernas, la cabeza en la mano... no podíamos parar de jugar y reír, pero la noche caía y los aullidos comenzaron a llenar la noche y a asustarnos. Se nos había pasado el tiempo demasiado rápido y quizá en el pueblo estuviesen preocupados por nosotros.
Cogimos cada uno nuestro trozo y los encajamos en la mochila, cerramos la cremallera y gané yo la carrera hacia el pueblo.
Allí, entre las estrechas callejuelas del pueblecillo de mis padres, la gente estaba apiñada en la plaza del pueblo, con sus bocadillos, sus pelos engominados y con los tintos recorriendo las mesas del bar Pepe. Mi madre gritó a lo lejos, agitó su mano al viento y pude sentir su bronca acercándose amenazante hacia mí. Las madres de mis amigos estaban junto a ella, preocupadas y malhumoradas como suelen estar habitualmente todas las madres.
Nos acercamos, nos riñeron (poca cosa) y nos dieron los bocadillos/media barra que nos estaban esperando.
- ¿Dónde habéis estado, que oléis fatal?.
- No somos nosotros es el culebra.
Yo lo veía venir, Javi es de lo más inocente. Jamás ha mentido a su madre, ni si quiera cuando se la cascaba con fotos de su prima. En ese momento no podía ser para menos. La madre arqueó su rostro de una manera muy usual entre ellas y gritó:
- ¿No llevareis una culebra ahí dentro? ¿Verdad?
- No, llevamos al culebra. Es un amigo muerto.
Y abrió su mochila con total naturalidad, nosotros expectantes e impotentes ante la actitud de nuestro “amigo” nos callamos igual que hacia el culebra en nuestras mochilas. La abrió por completo y de ella sacó, tirando de los pelos, la cabeza de un hombre muerto, sin ojos y con un aspecto tan horrible que podía llegar a dejar secuelas psicológicas a cualquier persona normal, más aún a una de estas señoras que se asustan con expediente x.
El grito desgarró su garganta, avanzó por las callejuelas y salió del pueblo, frenético y despavorido hacia las montañas nevadas que se dejaban ver a lo lejos. Una vez allí recorrió las verdes praderas deslizándose sobre la hierva fresca que tragaban con ansia un pequeño rebaño de ovejas y llegó hasta ellas, las rodeó y se introdujo cuidadosamente en el oído de una, la más vieja, la más sabia. Ésta se estremeció y siguió pastando.

2001. Jota Aronak.

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